Entre la Taberna Gaditana de Madrid y cierto pabellón de los deportes (de cuyo nombre etc.etc.) no hay más que unos pocos metros, pero, paradójicamente, un tremendo aguacero nos impedía recorrerlos y llegar al recital de un señor llamado Waters. Parecía una coña de alguna mente megalómana.
Empapados, entramos en la pista y allí nos espera una gigantesca pantalla que nos muestra una serena (aunque desconcertante) estampa de mujer sentada frente al mar: más “Waters” y más coña, porque la cosa aguanta veinte minutazos, entre rumores y sonidos minimalistas que se escapan del arsenal sonoro que está ocupando los cuatro puntos cardinales del recinto.
16000 personas esperando al ritmo que marca el dictador rosa y, de pronto, ¡bum!. La imagen explota literalmente y empieza a tronar el inicio de “Dark Side of the Moon”, mientras un torbellino de imágenes alucinantes y alucinógenas nos hacen caer en otro plano de existencia. Entre tanto delirio, el sonido que se va definiendo y las imágenes que apenas respiran, acabamos distinguiendo unas pequeñas siluetas que -se supone- están derrochando notas y sonidos sin podernos atener a qué es directo y qué es efecto. Dudamos incluso qué siluetas son pantalla y cuáles son reales: un logradísimo ejercicio de confusión escénica que marca la diferencia entre presumir de ocurrente y ser un artista de verdad; aunque aquí sospecho que los artistas son legión y de postín. Últimamente, en el rock, se ven muchos y muy interesantes efectos de vídeo o videomapin (o como diablos se escriba), pero esto juega en otra liga: estamos ante una auténtica ópera escénica y audiovisual donde las piezas musicales están imbricadas como si se tratara de una sola obra.
En medio de este saqueo sensorial apenas distinguimos a Roger Waters de su guardia pretoriana. Pero todo tiene arreglo, porque el “Imperator” acaba ocupando la mastodóntica pantalla en una visión al borde de la más lisérgica irrealidad.
La cosa se va centrando y, poco a poco, nuestras pupilas y oídos se adaptan al concierto. Los legionarios de Waters llevan una pinta entre jipi, yupi y crítico de jazz. Pero Waters no; Waters es un antisistema todopoderoso, como una especie de misantrópico señor feudal, y viste vaqueros y camiseta negra. Punto. La diosa belleza ha sido generosa con él, después de décadas de castigo y, ahora, a sus 74 años, irradia una extraña armonía; algo entre Séneca y Billy el Niño, pero con la autoridad de Octavio Augusto. A su izquierda tenemos a un borroso clon del joven David Gilmour y, a su derecha, dos coristas bordan The Greag Gig in the Sky. Tienen una pinta de lo más curiosa, como si Las Virtudes hubieran rodado Blade Runner en el Studio 54. Todo muy “pinfloi”, como diría un castizo.
De momento, nuestro intelecto está disfrutando más que el corazón, pero llega Welcome To the Machine y la cosa se transforma: ahora sí, emoción, energía y rock de estadio. Waters rompe el hieratismo y arenga a las masas con unos aspavientos dignos del entrenador del Liverpool. Luego, suena el nuevo disco, Is This The Life We Realy Want, que hubiera encajado bien entre Animals y The Wall y en el que Waters se expresa con verdadera emoción. Me reafirmo: un músico no debe tocar los grandes éxitos, si no lo que le pida el alma; así ganamos todos. La primera parte se remata con Wish You Where Here, que queda un tanto verbenero (lástima) y con un refrito de The Wall con churumbeles en escena. La parte folclórica del show, sinceramente.
Veinte minutos de pausa dan para ponerse en orden: el show está siendo notable, aunque la música ha sonado algo fría y tampoco está claro qué es directo y qué es conserva. Pero en eso consiste Pink Floyd (sí, he dicho Pink Floyd, porque lo de la marca es un mero asunto de abogados). Buen concierto, aunque hasta ahí Marillion (por citar algún ejemplo del mismo palo) se los hubieran merendado.
He dicho “hasta ahí”, amigos, porque la chicha aún estaba por venir.
Se hace el oscuro y del cielo descienden cuatro cofres, de los cofres sale humo, del humo chimeneas (¿o era en otro orden?), aparecen pantallas, ruidos y luces desde todos los rincones: estamos rodeados de sonido y escenografía y no sabemos ni dónde mirar, atrapados en la fábrica que ilustra la portada de Animals, que es lo que va a sonar durante 30 minutos, en medio de un apocalipsis de imágenes, formas, colores… y rabia. Sí, rabia, porque ahora Roger Waters y sus legionarios suenan furiosos y el espectáculo alcanza el clímax. Alucinante. Waters utiliza todos los recursos musicales, escénicos y audiovisuales para descargar su furiosa acusación contra los males del capitalismo. Imágenes satíricas, sobrecogedoras, líricas, siniestras, 30 minutos de armagedon, con un breve relax cuando vemos al mítico Piggy (el cerdo volador) recorrer la atmósfera del recinto. Duros mensajes y amargas emociones, con un antagonista principal: Donald Trump, sometido a todo tipo de vejaciones escénicas. También hay sitio para otros, Putin, por ejemplo, o el señor M., que apareció el mismo día en que los jueces condenan al PP. Cutremente oportuno, pero inevitable y agradecido. Si Waters fuera español no le hubieran dejado salir del país y uno no puede evitar preguntarse si este diosecillo anticapitalista es consciente de dónde se ha metido. Lo dicho, se puede dar un gran espectáculo y tocar temas adultos: vemos a los refugiados, el muro de Gaza, mil barbaridades, no todas conocidas por mí, y la música tiene el nivel de furia y contundencia que requiere toda esa barbarie. De diez.
Volvemos a Dark Side of The Moon, que sirve de marco a todo el drama y también se cuela algún tema del nuevo álbum, que está a la altura de las circunstancias; Money no ha sonado tan folklórico como Another Brick… , básicamente porque el contexto dramático lo había cargado de connotaciones hostiles.
¿Hay algo negativo? ¡Sí! Los típicos imbéciles que no se callan en todo el puñetero concierto. Colega, pagas un pastizal solo para escucharte a ti mismo y, de paso, le jodes el concierto y los 84 eurazos de vellón a tus colegas. ¡Merecerías salir en las pantallas, entre Trump disfrazado de cerdito y Rajoy con la cara de Mpunto!
Eclipse marca la despedida con el famoso prisma del Dark Side recreado con efectos láser en una enorme pirámide. Lo dicho: alucinante y alucinógeno.
En seguida, Waters sale para dar los bises y recoge el agradecimiento del público con emoción, diría que sincera porque viene con pausas y no muestra exageración ninguna. El lado humano y (sorpresa) entrañable de Mr. Pinky. ¿Quién lo hubiera sospechado?
Desués de un speech más largo que corto, Waters enlaza tres bonitos temas de su último álbum en uno solo. “Los canto porque así es como me siento ahora”, nos dice. Y la verdad es que, en mi opinión, es el momento del concierto en el que estamos más cercanos al artista.
La apoteosis final llega con Confortably Numb, donde dos excelentes guitarristas nos recuerdan que Gilmour solo hay uno, pero no importa, le ponen arte y emoción y, diablos, consiguen cerrar el espectáculo por todo lo alto.
Dos horas y media, sin contar la dichosa estampa inicial ni la pausa para la próstata. Y una segunda parte del concierto que, a mí, aún me tiene atrapado en otra dimensión.
Stay Pelletier
@PelletierHorror